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En la Disneylandia del Amor:

El Tabú de la Virginidad

 

 

 

 

Sobre las contribuciones de Sigmund Freud a la Psicología del Amor

Abraham Hernández Gaytán

Psicólogo

 

En la primera entrega de esta serie sobre el amor, que comenzamos de forma musical hace unas semanas, hablamos acerca de cómo hombres y mujeres elegimos un objeto amoroso. Desmenuzamos que la elección de pareja, de acuerdo a Freud, se rige bajo cuatro condiciones:

 

  • La relación con las mujeres implica un tercero perjudicado, lo cual realza su valor sexual, es decir, que vale el esfuerzo de cortejo.

  • A la mujer en cuestión se le atribuye un aura de promiscuidad, lo cual angustia al hombre.

  • A esa mujer se le sobreestima y durante la relación se le considera como única (aunque ya lleve una larga serie de “únicas”).

  • Se considera que debe ser rescatada, y ambos se enganchan en este juego.

 

Sin embargo, como podremos notar, las condiciones anteriores hacen referencia a una relación hombre-mujer y el análisis está del lado del primero. Nos obstante, es necesario señalar que la relación heterosexual que aquí se está mostrando no difiere de lo que puede ocurrir en una versión homosexual, puesto que la elección de que ese objeto amoroso o de deseo sea finalmente determinado sexo, refiere a una operación distinta de la que aquí ponemos de relieve; en lo que hacemos énfasis es en cómo se concreta una relación de pareja y sus implicaciones desde el psicoanálisis.

 

Así pues, es necesario ahora que miremos del lado de las mujeres.

 

La virginidad y el valor que se la ha asignado, es una categoría que a pesar de verse transformada por ciertas licencias históricas y sociales, lejos estamos de poder considerar que ha desaparecido hoy en día. Al respecto, es importante señalar que el contexto en el cual Freud escribe se refiere a la sociedad victoriana de 1918, donde cuestiones como la fidelidad y doncellez, así como los roles asignados y asumidos por las mujeres, son distintos a los de la actualidad aunque no por ello inválidos.

 

Por tanto, cuando leemos en “El Tabú de la Virginidad” que para Freud, el primer hombre  “que satisface la añoranza de amor -larga y penosamente contenida- de la doncella, superando así las resistencias que los influjos del medio y de la educación le habían erigido, es tomado por ella en una relación duradera cuya posibilidad ya ningún otro tiene. Sobre la base de esta vivencia se establece en la mujer un estado de servidumbre que garantiza su ulterior posesión sin sobresaltos y la vuelve capaz de resistir a nuevas impresiones y tentaciones provenientes de extraños”, podríamos cuestionar qué tanto de lo descrito opera con la misma rigidez en el siglo XXI, un tiempo en el cual la cultura ha erotizado demasiado los vínculos y la invitación a gozar en exceso nos aborda.

 

La virginidad en el imaginario social se encuentra anclada a la juventud, misma que aporta un valor moral - y en ocasiones económico – que a su vez se anuda con la belleza. Así, lo joven es bello, lo joven es inocente, lo inocente es bueno, y en lo bueno rodea una aspiración de posesión.

 

La joven, que poco o mucho ha podido lidiar con la idea de la monogamia y la ilusión del primer amor, enaltece también a ese primero que llegue y goce de su cuerpo, pudiendo aceptar que se repita el acto ya que él se encuentra también enaltecido, y no cause en ella un rechazo final.

 

Algunas teóricas del feminismo han mostrado que lo erótico del cuerpo que algo que se prohíbe a las mujeres y que denota que su erotismo no les pertenece. A la niña se le dice que no se explore, que no se toque con las manos sucias pues puede infectarse, a la adolescente que permanezca virgen, a la menstruante que su sangre es sucia y puede enfermar, a la casada que el sexo es para reproducción únicamente, a la embarazada que el sexo puede lastimar al producto, y a la menopáusica que de aquí en adelante, ya no es tiempo de tener relaciones sexuales. Asumir los preceptos anteriores, por supuesto, plantea una relación particular de una mujer con su cuerpo, y que a su vez, nos lleva a nombrar “hacer el amor” al encuentro sexual, pues solo enamorada una mujer puede tener relaciones sexuales.

 

Sin embargo, es necesario señalar que puesto de esta forma, el amor no es más que el velo que culturalmente hemos creado para poder gozar del cuerpo del otro, para que sea permisible, para que sea factible el encuentro erótico. El amor no tiene que ver, necesariamente, con el sexo, se puede tener sexo sin amor en la actualidad.

 

Pero el aspecto de primicia que hay en “la primera vez” en los hombres evidentemente angustia. Freud destaca – haciendo uso del análisis que hace de primitivos por medio de investigaciones antropológicas – que un encuentro primero con una situación, siempre trae consigo la posibilidad de que exista un riesgo latente, que debería movilizar al sujeto a ponerse a resguardo de aquella amenaza. Si a esto añadimos que por regla general existe un sangrado durante la relación sexual inicial, el temor a lo desconocido se combina con el temor a la sangre, la cual remite al horror de la muerte y el tabú del asesinato.

Un hombre que, aunque haya tenido la posibilidad de estar rodeado de cuerpos de mujeres, o bien que nunca lo haya estado, no está exento de considerar que una mujer, toda ella, es un misterio para él. De esta forma, la mujer se constituye como un tabú porque implica peligro y en intentos de evitación se erige un horror básico a ella. Freud va más allá y señala “El varón teme ser debilitado por la mujer, contagiarse de su feminidad y mostrarse luego incompetente. Acaso el efecto adormecedor del coito, resolutorio de tensiones, sea arquetípico respecto de tales temores, y la percepción de la influencia que la mujer consigue sobre el hombre mediante el comercio sexual, la elevada consideración que así obtiene, quizás explique la difusión de esa angustia. Nada de esto ha caducado, sino que perdura entre nosotros”.

 

Cuando Freud habla del comercio sexual, no se está refiriendo a la connotación actual sobre prostitución, sino al encuentro sexual que va a devenir en la relación de servidumbre, con la cual señala la dependencia que se establece hacia ese primer hombre.

 

Las fantasías de amenaza que surgen de la primera relación sexual pueden no ser reales, sin embargo existe ese peligro psíquico para el sujeto. Ese miedo que le es propio, no es reconocido como tal, sino que es vertido hacia las mujeres, considerándolas entonces como peligrosas.

 

En el artículo anterior hablamos sobre la dualidad Virgen – Eva que maneja Marcela Lagarde, y que es retomada por Ana Amuchástegui en “Virginidad e iniciación sexual en México” como Virgen de Guadalupe – Malinche, nos da pie a analizar como ese objeto amoroso se ha tornado ahora como atemorizante para el hombre y si esto es sólo una fase para después compartir una relación sexual satisfactoria para ambos, o bien, si el temor puede ser tan grande que desatará la impotencia en el hombre y la frigidez de la mujer. Estas últimas cuestiones tienen un nexo con algo que ya mencionamos también: La influencia de la figura de la madre vertida sobre la mujer y la figura del padre vertida sobre el hombre; el complejo de castración ¿Será que la impotencia y la frigidez están relacionadas con ello?

 

Sobre ello hablaremos en la tercera entrega de esta serie “En la Disneylandia del Amor” y dejamos aquí, en el punto que bien menciona en una de su estrofas “Tuve la rendición que soñé, fue en secreto ¿salió bien? Quién sabe qué vendrá después”.

 

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